«Qué lindo el invierno» pensaba para sus adentros
aunque el frío le estuviera carcomiendo los huesos durante el trayecto que
separaba el trabajo de su casa, en ese Junio cruel que le tocaba transitar en
soledad. Trayecto que, aunque más largo, aunque con frío, aunque de noche, ella
hacía por la costa atlántica donde los dolores se callan ante la omnipotencia
del sonido del océano. «Qué lindo el invierno» seguía pensando mientras entraba
la leña para prender el fuego y aclimatar su casa para otra noche de lectura. A
ella no le gustaban los calefactores, esas cosas raras modernas, y nadie lo
entendía. Aunque sola y cansada, elegía la poesía de ver arder los troncos,
brillar las brasas e ir a acostarse con el chisporroteo menguante del calor
primitivo. Sentada en su sillón, a veces también dormitaba un rato al lado de
la estufa hogar, no sin antes haber tomado una copa de su monastrell favorito.
Y pensar, y seguir pensando en el bello refugio de su soledad: «Qué lindo el
invierno».
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